La semana transcurrió sin muchas novedades, si no fuera porque reflexioné bastante acerca de lo que me había dicho Violeta en nuestro anterior encuentro. Me costó aceptarlo, pero es cierto que somos muchos los que nos mentimos a nosotros mismos para justificar nuestra falta de confianza, de voluntad o inseguridad para alcanzar nuestros objetivos y nuestros sueños.
La facultad que tiene Violeta de poner un espejo delante de las personas y hacer que con una simple frase se cuestionen cosas y se replanteen otras, habría sido motivo de enfado en otro momento de mi vida. No es agradable oír ciertas verdades a la cara. Pero esta vez lo acepté con bastante rapidez. Violeta sólo intentaba ayudarme. Yo no quise reconocer que ella tenía razón, estaba subido en mi ego y en mi orgullo, y en su momento me quedé en silencio y sin mirarla. Ella sabe que cuando estoy dolido no alzo la voz ni critico, simplemente me callo, me aíslo en mi mente, mi refugio. Por eso Violeta no me presionó y respetó mi tiempo, aunque eso no impidió que al cabo de unos pocos minutos en los que no reaccionaba, me animara diciéndome alguna tontería. Como yo seguía en silencio -haciéndome el duro, como dice ella – me sacudió el hombro y me dio un abrazo. No pude evitar dejar de lado mi amargura y aceptarlo. Si bien no se lo pude devolver con su misma fuerza e intensidad, agradecí mucho su actitud. A fin de cuentas el problema lo tenía yo.
En esos pensamientos andaba yo cuando recibí una llamada de ella. Acababa de llegar de Barcelona. Tenía ganas de verme y contarme su estancia en la Ciudad Condal con su tío Pepín, el artista de la familia. Sabía que era la primera persona a quien llamaba y me hizo ilusión escuchar su voz entusiasmada. Decidimos quedar por la tarde en el parque para que me contara todo.
Violeta apareció con un aspecto aún mejor del que yo había imaginado. Estaba deslumbrante, con una sonrisa de oreja a oreja y una mirada vibrante y chispeante. Vino corriendo y me dio un fuerte abrazo. Tanta fogosidad me hizo deducir que se lo había pasado genial con su tío. Ella me dijo que me tenía que contar un montón de cosas, así que nos sentamos en un banco y empecé a escucharla. Comenzó explicándome que le sorprendió mucho el barrio donde vive su tío, El Raval, tremendamente multicultural y donde le encantó perderse, hasta el punto de llegar más de una vez a olvidarse que estaba en España. Exceptuando las noches de fin de semana, dijo, era difícil cruzarse con alguien español. Pero a ella El Raval la hacía viajar. La hacía viajar a India, Indonesia Pakistán o Marruecos, países que desconocía, pero por los que se sentía atraída al oler tantas especias diferentes por la calle, ver los exóticos atuendos de sus habitantes, escuchar sus idiomas o probar su comida.
Sonriente y gesticulante, Violeta remarcó que haber paseado con su tío por el barrio le había dado en efecto muchas ganas de volar y que su vibración le estaba haciendo entender que debía comenzar a hacerlo cuanto antes. Mientras paseaba y veía tantas nuevas culturas, explicaba, se sentía llena, no paraba de absorber, de poner todos sus sentidos a disposición de la novedad y del presente. Quería disfrutar, asimilar y entenderlo todo, como su tío, quien conoce perfectamente la ciudad, sus lugares emblemáticos y las anécdotas históricas de la misma. Los ojos brillantes de Violeta, su enorme sonrisa y su leve suspiro así me lo corroboraron. Además, añadió que sus ganas de viajar se vieron aún más reforzadas por el hecho que Pepín haya visitado medio mundo y mantenga costumbres de muchos sitios donde ha estado viviendo, como la comida, la cultura o la filosofía de vida.
Y ya no añadió nada más. Se calló, inspiró profundamente y miró con una sonrisa hacia los árboles, hacia el cielo. Resplandecía felicidad, estaba serena, ilusionada y contenta. Toda ella parecía estar diciendo “la vida está yendo genial, empiezo a comprender mi misión y tengo ilusión por mi futuro y ganas de llevarlo a cabo”. Entonces se empezó a reír. Por intermitencias primero, y luego de forma continuada.
Al principio la miré incrédulo, pero al cabo de algunos segundos, su risa espontánea, natural y sana me contagió. Primero suavemente y de manera un poco forzada, y luego a carcajada limpia, lo que se multiplicó aún más cuando vi la cara de los que pasaban por ahí, alucinados. No podíamos parar. La gente debía pensar que estábamos locos, pero nos dio absolutamente igual. Nos ocurrió algo semejante a lo que se muestra en el vídeo de Internet Boddisathva en el metro, donde una persona entra en un metro, se empieza a reír sola y acaba contagiando a todo el vagón.
Después de un buen rato de risotada me di cuenta que estaba tan bien, tan relajado… No tenía ningún tipo de interferencia mental ni ninguna preocupación de las que me acompañan constantemente, incluso cuando duermo. Estaba en paz, simplemente. Era una sensación de la que me había olvidado. Me acordé entonces de un texto que me pasó Violeta sobre la risa, que explicaba que ésta es un excelente tratamiento para los problemas más comunes de la sociedad moderna como el estrés, la depresión, el insomnio, los nervios, los miedos, la inseguridad o las apatías. La risa, decía el artículo, libera y repara, da armonía y alegría. Y era totalmente cierto. Si los pensamientos positivos son la base del cambio personal, la risa es su pilar principal.
Tras dar ambos unos buenos tragos a nuestros refrescos y aún riendo por intermitencias, Violeta me preguntó que qué tal me sentía. Yo simplemente levanté los hombros y sonreí, hay algunas cosas que no hace falta explicar. Ella me devolvió la sonrisa y dijo que solemos pensar erróneamente que la risa ha de tener un motivo, una razón. Y es que la risa no tiene motivo, uno puede reírse estando relajado y feliz, viviendo el presente, como un bebé, sin motivo alguno.
Escuchando esto último, caí inmediatamente en algo. Y es que la risa de Violeta era igual que la de un bebé o un niño, pura y simple, como la de su hermana pequeña.
¿En qué piensas? Me preguntó Violeta curiosa al verme pensativo.
Le dije que además de transmitir buena energía y mejores vibraciones, se reía como su hermana, mostrándose sin máscaras ni protecciones, a corazón abierto.
Violeta me hizo una sonrisa muy especial y no dijo nada. Vi que mi comentario le había calado hondo. Su hermana es alguien muy importante en su vida, tiene nueve años y ha sido catalogada por la sociedad con el apelativo de persona con Síndrome de Down. Es una niña que siempre me ha llegado al corazón con su natural y amorosa forma de ser, además de su gracia innata y su comunicación directa. Tiene un sentido de la justicia muy desarrollado y siempre defiende a la persona, animal o cosa que, según su propio baremo, considera en desventaja sobre los demás. Su sensibilidad exquisita, su excepcional capacidad de demostrar cariño y agradecimiento, y su enorme compasión me siguen fascinando. Como dice Violeta, su hermana es una persona con “capacidades especiales o diferentes” para nada una “discapacitada”. Con ella, personalmente es con la única persona con la que soy capaz de sacar la ternura que llevo dentro abiertamente.
Le pregunté que qué tal estaba La Gordi, que así es como cariñosamente la llamamos. Violeta me contestó que las clases le iban bien y que seguía tan fantástica como siempre. Asistía a un colegio de niños considerados “normales” que participaba en un proyecto de educación, llamado Proyecto Roma. En las aulas todos los niños gozaban de un método de enseñanza basado en la cooperación, el trabajo en grupo y el razonamiento deductivo. Gracias a la presencia de niños como La Gordi, los valores del resto de alumnos cambiaban. Se hacían más pacientes, más comprensivos, más bondadosos, más sensibles y compasivos.
Pero Violeta acto seguido me comentó que pese a que veía bien a su hermana, estaba preocupada por su futuro y un poco desconcertada. Se preguntaba si a La Gordi realmente le gustaría estudiar una carrera, y si se diera ese caso, temía que dejase de ser esa niña eterna, alegre y feliz que había visto en otros trisómicos de edad avanzada. A Violeta le inquietaba, además y sobre todo marcharse de viaje por un tiempo indeterminado y dejar a su hermana.
Le contesté a Violeta que La Gordi era una niña tremendamente inteligente, sabía que no estaba sola y que podía contar con nuestro apoyo y por supuesto, con el de su padre y el de Josefa, su cuidadora y considerada como una más de la familia. Cuando viniera el momento de decidir su futuro, lo haría. Le recordé que La Gordi la había ayudado mucho a ser mejor persona y que debía ser justa con ella misma y cumplir con sus deseos, eso sería lo que la haría feliz, que su hermana mayor hiciera su camino en la vida. La distancia, le expliqué, no es más que una barrera física que en ningún caso rompe las relaciones fuertes y sólidas y menos el amor sincero. Con Internet y la posibilidad de comunicar en el acto desde cualquier lugar del mundo todo es más fácil y rápido.
“Tú eres el centro de tu universo y si tu interior te lo pide, debes irte” le dije.
Violeta ya lo sabía, pero creo que necesitaba que alguien más se lo dijera.
Estaba convencido que se iba a marchar y me daba pena dejar de verla con tanta frecuencia y perder el contacto físico por un tiempo indefinido. Pero nadie es dueño de nadie y ante todo quería que Violeta fuera feliz. Ella acabaría yéndose para hacer su proyecto de vida y aprender lo que debía, y yo iba a hacer lo posible por animarla y apoyarla a perseguir su sueño.
Y así iba a ser.
“Ahora sólo me falta saber el cómo” pensó en voz alta Violeta